Sí, viajé sola. Y no, no me morí. Spoiler: me encantó ✈️❤️😍

¿Viajar sola?

Sí.

¿Yo?

¡Yo mera!

La verdad, no fue un plan súper pensado. Fue más bien un: “ya me cansé de esperar a que alguien coincida conmigo”, un “si no es ahora, ¿cuándo?”, y también un “¿y si me lanzo y ya veo qué pasa?”

La cosa fue así: se acercaba el fin de semana y mi host family me dijo que iban a salir de viaje. Y yo, en modo YOLO, me metí a Google flights y qué tecleo “vuelos baratos a cualquier parte”. Y ¡pum! Ahí estaba: Vancouver, Canadá. Barato, directo, en los días que tenía libres.

Y yo, que siempre había soñado con conocer Canadá, me dije:

¿Y si lo compro? 🤔

¿Y si me animo? 😍

¿Y si dejo de pensarlo tanto? 👌🏻

Spoiler 2: lo compré.

Spoiler 3: fue una de las mejores decisiones de mi vida.

Lo que aprendí (y no, no fue a cocinar ramen en microondas)

1. Que no necesito compañía para disfrutar algo.

Vancouver era un destino que tenía en mi bucket list desde siempre. Así que, como buena chica organizada con alma de viajera, me puse a investigar, armé mi lista de lugares por visitar, anoté horarios, mapas, reviews, TODO.

Y claro, como andaba con presupuesto de au pair (o sea: modo ahorro activado), me hospedé en un hostal. Y wow, no me esperaba que fuera tan divertido.

Conocí gente de todos lados, escuché acentos de media Europa y parte de Sudamérica, y hasta me uní a unos nuevos amigos para visitar lugares de mi lista.

¿Conclusión? No necesité llevarme amigos al viaje… porque en el viaje encontré nuevas amistades.

2. Que los momentos de incomodidad no duran para siempre.

Sí, se siente raro sentarte sola en un autobús en un país que no conoces. También se siente raro moverte del aeropuerto a un lugar que solo conoces por Google Maps.

Pero la neta, no hay nada que unos audífonos y Los Tucanes de Tijuana no puedan arreglar.

Ahí iba yo, con mi mochilita, moviéndome en el tren como si fuera local, mientras sonaba La chona de fondo.

Y ¿sabes qué? En el camino conocí gente que también andaba sola, igual de perdidos, igual de emocionados. Nos hicimos compas. A algunos todavía les escribo.

Y también vi a gente mayor viajando sola. Y pensé: ¿Si ellos pueden, por qué yo no? Fue inspirador y súper divertido.

3. Que hay más personas buenas que malas.

La verdad, me encontré con pura buena vibra. Gente linda que me ayudó con direcciones, que me dio tips de lugares escondidos, que hasta me ofreció tour en su ciudad.

Nadie me robó, nadie me secuestró. Todo salió bien. Gracias a la tecnología, al Maps, y al santo Wi-Fi del hostal.

Maps fue mi gurú espiritual en ese viaje.

4. Que saber usar el mapa es básico para la supervivencia.

En serio. Si no sabes leer el mapa, estamos perdidas, hermana.

Aprendí a moverme en metro, a entender los horarios de los autobuses, a no subirme al tren que iba en sentido contrario (bueno, eso lo aprendí a la mala).

Pero también aprendí que planear tu viaje, saber a dónde vas, tener claro cómo moverte… te da paz mental y te permite disfrutar todo al máximo.

Organizar mi propio viaje fue un mini curso intensivo en logística.

¿Lo volvería a hacer?

Obviamente: mil veces sí.

Este viaje me hizo salir de mi zona de confort, me enseñó que puedo sola, me ayudó a confiar en mí y, sobre todo, me quitó el miedo.

Después de ese viaje vinieron más. Me volví adicta a los solo trips. Me gusta ir a mi ritmo, conocer gente nueva, y regresar con mil historias que nadie más vivió… solo yo.

Así que si estás dudando en hacer un viaje sola, hazlo. De verdad, hazlo.

Te prometo que va a ser una de esas experiencias que te cambian (y que después vas a contar como leyenda).

Porque no, no te vas a morir. Y sí, te va a encantar.

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¿Y si me quiero regresar? Lo que sentí, lo que hice, lo que aprendí.